Caminaba hacia algún sitio con ganas de saciar el hambre, molesta como una mosca e intensa como un zumbido. Créanme, no exagero.
Seguí la calle, doble la esquina. Mis ojos captaron una figura que no contrastaba con las tonalidades ni la forma de la pared. Casi accidentalmente voltee. El viento tocó mis mejillas, el sol dilató mis pupilas y ahí estaba él. Insignificante hasta ese momento. Un ser cualquiera.
El crujir de mi estómago era tan molesto que ni le saludé a pesar de que lo mire a los ojos con descaro. No es una justificación aceptable, pero, en mi defensa, tampoco pensé que iba a importar. Uno no anda por ahí sonriéndole a todo el que se acomoda en las esquinas con semejante apego.
Mis pies continuaron el paso. Llegué al puesto de desayuno, compré una tostada y un jugo, muy buenos por cierto. Retorné a mi posición anterior, la oficina.
El cerebro hizo un juego experimental, ese de juntar las piezas con menor contenido para darles valor, ustedes saben, un proceso muy inteligente que debemos respetar.
Por razones que solo mi subconciente entiende me llegó el reflejo del instante que pasé junto al chico de la esquina, una escena súper romántica que solo duró un segundo. Aún así sigo admirando la complejidad de nuestra mente, no me queda de otra, es la que me tocó.
Me gustó el muchacho y no lo sabía, o sea sé que he repetido como tres veces, de diferentes maneras que esto es absurdo, pero créanme que no es lo peor. No. Hay más. Me gané la lotería y ni siquiera jugué un número. Cristian Casablanca, tiembla.
Mientras me encontraba sumergida en alguna ilusión de nosotros pasando una tarde en Roma, alguien toca la puerta. Pongo de pie, abro, es el supervisor que quiere ponerme al tanto de una situación, dice que un empleado está enfermo, «Don Isaac», que por ello dejará de asistir al trabajo, que lo excuse porque no me pudo llamar más temprano. Yo lo entiendo, pregunto qué le pasa, al parecer males del estómago. Le digo que no hay problema, le mando saludos y mis mejores deseos. Soy una gerente compresiva y más si estoy de buen humor. Un humor amoroso, ustedes entienden.
Y bueno, retorno a mi viaje. Esta vez estamos en Las Vegas, eso no lo puedo contar por lo del refrán, lo siento.
Recuerdo que no he tomado café en todo el día. Salgo de la habitación, subo las escaleras. Detengo. Shock. Colapso. Terremoto. Tsunami. Los misiles de Corea del Norte… Sí, a una esquina, justo al lado del bebedero, estaba él. Yo. Yo. Eso mismo salió de mi boca. Cuatro años en la universidad y tres de Posgrado para que ahora solo me salga de la boca la primera persona del singular. Bien. Excelente. Magnífico.
El muy hijo de Zeuz me sonrió. Aún no entiendo por qué lo hizo, por qué me disparó de esa forma. Eso no es limpio. Pero bueno. Le devolví la sonrisa. Dijo que fue a sustituir a su padre enfermo. Le di la bienvenida, casi le ofrezco trabajo, pero me controlé. Soy una mujer decente, qué se creen y además feminista, jum.
Dirigí hacia la mesa donde estaban los termos de medicina, digo, café. Me sirvo en mi taza. Me despido del chico y como si no hubiera sido poco, me da por saludar al piso. Sonrojé, él no se burló. Ayudó a ponerme de pié. Me dio unas servilletas y dijo: «Me pasa todo el tiempo. Por ello me gustan las esquinas.» Sonreí. Creo que alguién tendrá un ascenso.
Marifa