Me abraza fuerte, muy fuerte. No me deja ir, no quiero hacerlo. Acaricia con dulzura cada parte de mi, sin mover un solo hueso de su cuerpo. No dice nada, escucho mucho. Las manecillas del reloj, la brisa agitando la ventana, el agua corriendo por la acera. Los latidos de su corazón.
El tiempo se detiene, lo miro. Sonríe y me abraza más fuerte. No puedo respirar, no me importa. Me acomoda, me sonrojo. Vuelve a sonreír y me derrito. Trato de contenerme un poco. Si lo vuelve a hacer podría volverme loca. Tal vez eso quiere. Sabe lo que provoca.
Millones de estrellas irradian su rostro vivo por el momento mozo que culmina a la orilla del tiempo. Mano, dedo, boca, cielo, todo se parece, nada se disipa, neblina intensa encima de la colina fría que se posa en la sala de un lugar distante y cercano como una amapola.
Por primera vez le percibo indefenso, cual niño que se topa con un mundo desconocido. Tal vez en eso me he convertido. Una tierra jamás visitada. Una civilización que nadie ha descubierto, una larga travesía, peligrosa, profunda, que ha acaparado toda su atención. Toda su vida.
Y entonces empiezo a cantar, las conchas se prestan para que los delfines entonen conmigo el inmenso placer de nadar en el mar de lo desconocido, de lo que se busca y no se quiere encontrar. Las palabras prefieren quedarse escondidas en mi paladar, allí se sienten seguras, esperan atracar en puerto vecino, el barco está de camino, vine navegando lento entre las corrientes del idilio.
De un momento a otro, la luz desaparece, pestañeo involuntarios, por movimiento exagerado, respiro profundo. Me abrazas de nuevo. Logras reintegrarme, tan solo con rozarme, pero quiero llegar más allá.
Te miro, esta vez diferente. La lluvia cae, el viento roza la puerta. Acaricias mi cabeza. Siento como sube la sangre a mis mejillas. Sonreímos los dos. Sinfonía del momento, donde no hace falta las palabras, solo el amor.
Marifa